La magia de la hechicera de Teócrito

Pedro C. Tapia


(Fragmento del volumen De filósofos, magos y brujas, editado por Esther Cohen y Patricia Villaseñor. Azul Editorial, Barcelona, 1999)



La magia es el arte de los magos; y originalmente, los magos son una casta sacerdotal persa, más bien religiosa, que, según decían algunos griegos, sabían de todo, menos de magia, como se entendió después y hoy la entendemos. De allí, de Persia, los griegos tomaron tanto el arte como el nombre mismo («magia»), y nos transmitieron prácticamente todo lo que se sabe sobre el tema. Más tarde, el uso y la costumbre mezcló indisolublemente esta magia de los iranios con las prácticas hechiceras, astronómicas, adivinatorias y astrológicas de los caldeos (después babilonios), y ya en la época helenística, bajo el gran influjo de Oriente, cualquier escrito de alquimia, magia o astrología, si pensaba en el éxito, debía aparecer bajo la autoridad de alguno de aquellos orientales, como Zoroastro, el fundador de la religión de los persas.


Nada de esto significa que los griegos no hubieran conocido ciertas prácticas mágicas antes de los tiempos sincréticos (siglos V y IV a.C.: las guerras médicas); sin embargo, según puede verse en los poemas de Homero, tales poderes y fuerzas sobrenaturales eran, en general, propiedad de los dioses: en la Ilíada, 14, 214 y ss., se habla de un cinturón mágico, pero dicha prenda está en las manos de Afrodita. Las leyendas de héroes ya saben de hechicería; recuérdese, por ejemplo, a la Medea de Sófocles, y a la de Eurípides; el llamado del alma de Darío en Los Persas de Esquilo, y el uso hechicero de alguna prenda del amado en el Hipólito de Eurípides. Lo cierto es que, ante la sabiduría y el arte de los magos persas, los griegos se quedaron mudos, y al tiempo que dieron a ese arte el nombre de magia, aplicaron este mismo nombre a todo lo que entra en el terreno de la hechicería y prácticas que ellos ya conocían.


¿Qué hacen los magos, qué hace la magia? Para terminar pronto, digamos que hacen de todo, y es posible, aunque complicado, dividir la magia de acuerdo con lo que hace, de acuerdo con los efectos que produce o dice poder realizar. Algo de lo que puede la magia es lo que busca nuestra hechicera: embrujar, ligar, enyerbar al amado, y el poema de Teócrito (al fin y al cabo un mimo) se encarga de imitar y recrear lo sombrío y misterioso de esos ritos: «Diosa, en voz baja, voy a invocarte» (v. 10); «y siniestra murmura: de Delfis ahora froto los huesos» (v. 61). Lo más seguro es que Simeta trabaje fuera de la ciudad: «¡Testilis, ya las perras aúllan en la urbe por nuestra magia; / la diosa está en los cruces de las vías» (vv. 30-31); sin duda opera de noche y a la luz de la luna, etcétera. Esa omnipotencia de la magia, unida al ambiente nocturno, macabro y misterioso que rodea sus prácticas, la hicieron merecedora de los peores epítetos.


A lo misterioso y sombrío del rito hay que añadir el celo con que los magos guardan sus secretos y fórmulas, y los protegen del vulgo; y si alguien piensa que todo este ambiente de soledad misteriosa y aislamiento oficial está en función de protegerse de las miradas críticas y cuidarse de persecuciones legales, así como de embaucar más fácilmente a los ingenuos, no está lejos de la verdad. No obstante, y a pesar del desprestigio general de la magia, ya desde la antigüedad se distinguía entre magos y magos, magias y magias, dejando fuera de la cuestión y casi sólo como punto de referencia a la magia original, el arte de los magos persas.


Dejando a un lado, pues, la magia de los persas (sin que esto signifique que ella estaba totalmente exenta de hechicería), pueden distinguirse, recordando a san Agustín, tres tipos de magias, de las cuales, dos son totalmente opuestas: la «teúrgia» y la «goecia»; en medio de ellas estaría, en el centro, la «magia en sentido estricto». La goecia, dice san Agustín, es la peor de las magias; la teúrgia, la más sublime. Las tres, como magias, se parecen en algo, y en algo se distinguen. A las tres les es común tanto la violencia que ejercen sobre los poderes superiores, como la búsqueda de efectos que están fuera de lo normal; sin embargo, se distinguen, por una parte, en la clase de efectos que se proponen; por la otra, en la manera como influyen sobre los poderes superiores, y finalmente, en los tipos de violencia a que recurren. La división obedece, en general, al tipo de poderes superiores de que se valen para conseguir los efectos deseados: teóricamente, la teúrgia sólo recurre a los demonios más sublimes, e incluso a los dioses, todos elevados más allá de la materia; la magia (en sentido estricto) a los demonios, materiales e inmateriales, y la goecia, solamente a los demonios materiales, impuros y maléficos.


Cada uno de estos demonios y dioses tiene un nombre, y el «nombre» merecería algo más que un párrafo. Simplificando las cosas, baste apuntar que la potencia del mago es ilimitada, cuando llega a saber el nombre del demonio que le interesa. Quien sabe el «verdadero» nombre, tiene los ases en la mano. Ante el nombre propio, que por influjos del Oriente se identifica con la inalienable esencia del dios o de la cosa nombrada, el invocado no tiene más que someterse al arbitrio del mago. Por ello, saber el nombre es el gran secreto profesional, el máximo grado de la sabiduría mágica; se prohíbe pronunciarlo, y se recurre a mil artificios matemáticos y fonéticos para decir el nombre sin pronunciarlo.


Esta división de la magia, basada en la tipología de los poderes superiores, puede parecer artificial; sin embargo, responde a hechos objetivos, dentro del arte de la magia: al fin y al cabo, sin dioses ni demonios no serían posibles ni explicables los poderes del mago ni, por lo mismo, la existencia de la magia. Sobre ello, creo, es necesario decir algo más adelante.


¿Y de nuestra hechicera, cuál es su magia? Buena pregunta; pero la respuesta no es sencilla. Apuntemos, por ahora, una salida fácil: ella invoca a la Luna y se encomienda a Hécate; aquélla es una divinidad secundaria, pero Hécate es un horrendo demonio, de lo peor. Sobre la práctica, si damos como válido el título del poema, farmakeutria, uno puede decir que Simeta trabaja con la farmakeia, un subgénero de la magia definido como «una práctica que recurre a las comidas y a los brebajes», y así, estrictamente, una especie de la goecia. Más adelante, espero, quedarán mejor ubicadas las prácticas de Simeta.
De acuerdo con Nicéforo Grégoras, la teúrgia no pertenece a la magia; ello nos da una idea de la, en general, alta reputación de que gozó ese tipo de magia, pero también debe hacemos conscientes de que las cosas no son tan simples, ni en la teoría ni en la práctica. Aunque teóricamente, de acuerdo con estos esquemas, parece simple definir o determinar cualquier tipo de magia (bastaría con preguntarle al mago a qué dioses o demonios se encomienda, y sabríamos cuál es su magia), sobre la práctica, las variantes son múltiples y, lo más aberrante, casi nunca se dieron puras; por lo mismo, lo que resulta definitivo es, por una parte, la personalidad del mago que define los medios, los métodos del procedimiento, y por la otra, sus intenciones personales, muchas veces inconfesables.


Hopfner propone que todas las prácticas mágicas pueden reducirse a cuatro grandes grupos de acuerdo con los efectos que intentan producir: a) magia de protección y defensa (magia en sentido estricto: mántica); b) magia de ataque y daño (la goecia); c) magia de amor y poder (la hechicería, es decir, la farmakeia), y d) magia de conocimiento y revelación (la teúrgia). Teóricamente, si se quiere determinar el tipo de magia, simplemente hay que preguntarse por las intenciones del mago; y nuevamente, sobre la práctica, es frecuente que se mezclen las intenciones, los procedimientos y los poderes. La teúrgia, por ejemplo, tenía las intenciones más sublimes: contemplar o hacer contemplar a dios, y su método era nobilísimo, la gnosis; sin embargo, se sabe de teúrgos que, para llegar al fin, descuidaron el método, y recurriendo a otros medios, cayeron en la magia en sentido estricto. Ésta, en general, recurre a demonios de rango mayor, e incluso a los dioses; usa materiales simpatéticos (amuletos) que caracterizan a la teúrgia que, como ya se apuntaba, supone conocimientos precisos de las relaciones que hay entre lo invisible y lo visible. Con intenciones de protección y defensa, busca adivinar el futuro, una especie de revelación, mediante vías que, para decirlo rápidamente, podrían calificarse como «alucinatorias», y forman gran parte de las artes mágicas que terminan en -mancia, como, por ejemplo, la licnomancia, hidromancia, lecanomancia, fialomancia, esquifomancia, catoptromancia, necromancia, etcétera, y todas las formas de posesión, en donde ya no intervienen los dioses supremos, sino los demonios y las almas de los muertos que se revelan a través de algún medio.


Cuando el medio se hace totalmente mecánico y material (sin la menor mística posible), ya estamos en el terreno de la goecia, la adivinación mecánica, de cuyas prácticas Artemidoro hace un buen resumen. La goecia, puesta al servicio del amor y del poder, se convertía en hechicería, es decir, en farmakeia.


Pero, ¿qué tienen que ver con la magia los dioses y los demonios, los minerales y los vegetales, las plantas y los animales? Todo. Recapitulando ideas acerca del destino, Plutarco o un Pseudoplutarco decía: «lo más importante y principal es el que nada llega a ser sin causa, sino según las causas antecedentes; segundo, el que este cosmos, estando animado por el mismo soplo y siendo "simpático" consigo mismo, es gobernado por la naturaleza, y tercero, las cosas que más bien parecen ser testimonio respecto a esto: la mántica, entre todos los hombres bien reputada como realmente coexistente con dios [...]». En el universo, que es un ser animado e inteligente, todas y cada una de sus partes están relacionadas entre sí; es decir, viven en «simpatía», como el cuerpo humano con relación a sus partes, y por ello, lo que le sucede a una parte repercute en el todo, y el todo sufre lo que le sucede a cada parte. La causa, el antecedente de todo, es el gran dios que hizo todas las cosas, las visibles y las invisibles, con la misma pasta: a las almas y a los dioses secundarios (astros y planetas) que en seguida se encargaron de crear y de cuidar todo lo demás.


La demonología llegó de Oriente, y Platón la hizo famosa y clara al definir a los demonios como seres intermedios, seres que viven entre el cielo y la tierra. Hasta antes de Platón, puede decirse que los griegos no distinguían entre fantasmas, demonios y almas de los muertos (a las cuales, igual que a los dioses, se les solía llamar «demonios»); todo era casi lo mismo, y para los magos, un instrumento esencial, junto con los dioses.


También fue Platón quien atribuyó a los demonios una función mediadora entre el más allá y el acá, entre el cielo y la tierra, entre dios y los hombres; sin embargo, fueron sus alumnos (Filipo, Jenócrates, Porfirio, Jámblico, Proclo, etcétera) quienes perfeccionaron esa doctrina y le dieron lujo de detalle. Porfirio asentó que los demonios proceden del alma del mundo; Jenócrates, recordando a Demócrito, los dividió en buenos y malos, y Proclo los clasificó en series detalladísimas que, entrelazadas, permitían que los demonios subieran y bajaran del cielo a la tierra, llenando ese hueco insalvable entre lo divino y las criaturas mortales; entre lo insensible y lo sensible; entre lo celestial y lo terreno. Mediante esos seres intermedios, lo divino, que está en todas partes, penetra hasta las regiones infralunares (lo terreno y mortal) sin limitarse a ninguna de ellas. Al principio de cada serie está el gran creador, un ser inteligible, pero no visible; siguen los dioses visibles: las estrellas fijas y los planetas, y de cada uno de éstos, los demonios intermedios.


Así, de cada dios secundario, de cada planeta, según lo que cada uno haya creado en el mundo, surgen series de demonios que son y se comportan de acuerdo con las características de su creador inmediato. Su inteligencia y fuerza se explican esencialmente por la mayor o menor cercanía al hacedor, igual que, a la inversa, su irracionalidad y materialidad obedecen a su cercanía al mundo material: hombres, animales, plantas y minerales. Hay, por tanto, demonios del éter, del fuego, del aire, del agua y, finalmente, demonios de la materia, corpóreos, por llamarlos de alguna manera: con muy poca, casi nula capacidad intelectual, materiales, pero, al fin y al cabo, demonios; y lo que es más importante, son los protectores y conservadores de la simpatía, y los que, en última instancia, tienen el poder de iniciar y, naturalmente, de establecer la comunicación entre mortales e inmortales.


Quien conoce al demonio de esta planta, de aquel animal, de un X metal, puede, gracias a las series en que están dispuestos tales seres, llegar hasta los demonios intermedios y a los grandes demonios, e incluso obligarlos de alguna manera. Por eso, Jámblico decía que sabio es aquel que conoce el parentesco de las diversas partes del cosmos, pues a cada dios intermedio le está cercana una piedra o una planta, y él, a consecuencia de la simpatía, cede y está bajo el influjo del encantamiento correspondiente a cada una de éstas.


A pesar de las precisas indicaciones y proporciones que da el Timeo sobre la mezcla con que el gran dios hizo a las estrellas, no conocemos la esencia de la pasta final, a fin de saber sus cualidades, pero la imaginación se encargó de atribuirles mitológicamente alguna especialidad material y anímica que se convirtió en su esencia y de la cual depende que sean así o asá, y gusten de esto o de lo otro, aborreciendo lo que les es contrario. Naturalmente, las propiedades de los dioses secundarios (de las estrellas) no sólo obedecen a mitos, sino que la astronomía se ocupó de atribuirles otras propiedades, y como consecuencia, los minerales se llenaron de significado mágico de acuerdo con las características de la estrella con que están conectados mediante la simpatía y sus series. Saber qué agrada y qué desagrada a los demonios es la clave del éxito en la magia: cualquier ama de casa sabe con qué platillo tiene contento a aquel de quien conoce los gustos.


Por simpatía y antipatía se explican también, en líneas generales, los amuletos y su fuerza mágica, fuera o dentro de una praxis específica como la de nuestra Simeta que, como ya se apuntó, ante los signos de la presencia de Hécate, recurre al tañido del bronce, a fin de protegerse del furor demoníaco que, por la violencia de su hechizo, se hace presente. Es posible que los laureles del primer verso de nuestro poema tengan esa misma función apotropaica que, sin duda, tiene la roja lana de oveja que se menciona inmediatamente: el demonio, de alguna manera, viene y, en general, está a fuerza; incluso se sabe de algunos casos en que el demonio mismo pide ser liberado, ser despedido mediante la apólisis. Igual, si los poderes superiores se encuentran a gusto: al final del rito hay que despacharlos.


La apólisis se componía de dos elementos: acciones y fórmulas, variables unas y otras de acuerdo con el rito concreto. En la práctica, pues, el mago, o simplemente deponía sus ornamentos, dejaba el cetro y se quitaba la corona, o le quemaba al demonio algo que le fuera repugnante, o le quitaba de la mesa lo que lo retenía agradablemente, o le cambiaba la postura a su medio, o quitaba los signos y símbolos que había puesto o dibujado para la praxis.


Así termina un rito mágico que, basado teóricamente sobre conocimientos teológicos, astrológicos (demonológicos), zoológicos y botánicos estructurados en un sistema de simpatías y antipatías de lo visible con lo invisible, de lo divino con lo terrestre y de lo demoníaco con lo material, era una verdadera techne que conoce los prerrequisitos necesarios de ciertos aconteceres. La magia, pues, puede llamarse ciencia, sólo en cuanto desarrolló sobre una base experimental reglas para una práctica concreta, y explicaciones para los efectos de esas prácticas. Nuestra Simeta no estaba muy segura de los resultados de su práctica: «ahora voy a embrujarlo con estos filtros», dice en el verso 159, y agrega en seguida: «si aún me angustia»; es decir, si mi hechizo no da resultado, «afirmo reservarle dentro de un arca fuertes venenos, / mortales, que he aprendido de un extranjero de Asiria»...


Así pues, de acuerdo con los preceptos del arte, el rito ya ha terminado por ahora, o hay que terminarlo. Teócrito lo sabe; por una parte, hay que despedir o expulsar a la divinidad, y por la otra, hay que terminar el poema. Su poema, un rito de la palabra, termina ortodoxamente con el rito de hechicería de Simeta. Sería interesante examinar hasta qué punto vale la comparación de un rito mágico y sus efectos, con los efectos de la magia de un discurso; Gorgias decía que la relación que existe entre la fuerza del discurso y la disposición del espíritu, es la misma que se da entre la disposición de los fármacos y la naturaleza de los cuerpos; pues así como unos de los fármacos expulsan del cuerpo a unos humores y otros a otros, y unos calman la enfermedad y otros la vida, así también, de los discursos, unos afligieron, otros alegraron, otros espantaron, otros transportaron a los oyentes hacia el valor y otros, con cierta mala persuasión, envenenaron y encantaron al espíritu.


¿A qué prácticas recurrió Simeta para despedir a sus demonios? No lo sabemos; cada uno puede imaginarias. En cuanto a la fórmula, está claro que Teócrito no tuvo necesidad de amenazas; en su contexto, la despedida de Simeta pertenece, creo, al estilo sublime:


«Mas tú, llena de encanto, vuelve tus potras hacia el Océano; yo llevaré, señora, mi pena a cuestas, como hasta ahora.

¡Adiós, gran diosa Luna de trono argénteo; adiós, las otras estrellas, que la noche callada siguen cerca del carro!»


y uno casi puede imaginarse que misma la luna y otros demonios hubieran querido que el rito se prolongara otro poco, prolongando la noche, prolongando el poema y sus hechizos.




 

 

 

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