Hermes

Walter F. Otto


(Fragmentos del volumen Los dioses de Grecia, de Walter F. Otto. Ed. Siruela, Madrid, 2003)



Hermes, el «más humanitario entre los dioses», es un genuino dios olímpico. Su modo de ser posee la libertad, la amplitud y el brillo por los cuales reconocemos el reino de Zeus, pero tiene también cualidades que lo aíslan del círculo de sus hijos. Al examinarlas detenidamente pareciera que se originan en otro concepto más antiguo de la divinidad.


Comparándolo con su hermano Apolo o con Atenea sobresale por cierta falta de nobleza. Se manifiesta de modo diverso en las narraciones de Hornero, cuando éste lo representa vivamente ante nuestros ojos. Como mensajero de los dioses aparece sólo en la Odisea, no en la Ilíada. Pero sentimos que este papel corresponde enteramente a su modo de ser. Su valor es la habilidad. Sus trabajos denotan menos fuerza o sabiduría que agilidad y toda clase de clandestinidad. En el Himno homérico se cuenta con lujo de detalles que, apenas nacido, llevó a cabo una obra maestra: robó las vacas a su hermano, engañándolo de la forma más astuta y sin el menor escrúpulo. La leyenda lo muestra como asesino de Argos, mientras vigilaba a Io transformada en vaca. El plan original consistía en robar la vaca; Hermes lo habría perpetrado si no se hubiera traicionado en el momento decisivo. Así lo ve también la epopeya homérica. Otro ejemplo es la decisión de los dioses que, para dar término a la brutalidad con que Aquiles trató a Héctor muerto, pensaron primero que Hermes robara el cuerpo (Ilíada 24, 24). Distinguió entre todos los hombres a su hijo Autólico por el arte de robar y jurar (Ilíada 10, 267; Odisea 19, 395) que él mismo poseía en tan notable medida. Por eso se llama el «Astuto», «Falaz», «Ingenioso»; es el patrón de los bandidos y ladrones y de todos los que saben procurarse clandestinamente una ventaja. Pero su habilidad milagrosa lo hace también el ideal y protector de los sirvientes. Lo que se espera de un buen servidor: conservar el fuego, hacer astillas, asar y trinchar la carne, servir el vino, todo eso viene de Hermes que es tan buen servidor de los olímpicos.


Realmente no son artes muy nobles aunque, según la antigua costumbre griega, un héroe podía ejercerlas ocasionalmente. La viva imagen que nos presenta Hornero de la figura de Hermes resulta más significativa que todas las indicaciones aisladas. Allí reconocemos al maestro de la oportunidad, de mirada alegre, nunca desconcertado, al que le importan poco las normas del orgullo y de la dignidad y que, a pesar de todo, resulta amable. ¿De qué le serviría toda genialidad para la suerte si no conquistara los corazones? En el combate de los dioses (Ilíada 21) el pícaro cierra la disputa: Ares y Atenea chocaron entre sí. Apolo rechazó noblemente el duelo con Poseidón, después siguió una escena genuinamente femenina entre Hera y Artemis; posteriormente Hermes, sonriente, declara a Latona, con una alusión al trato que soportaba de Hera, que no pensaba en combatirla y estaba conforme en que ella se vanagloriase de haberlo vencido por su fuerza (498 y sigs.). En la canción de Ares y Afrodita aparecieron Apolo y Hermes como espectadores, y Apolo preguntó a su hermano con graciosa solemnidad si quería compartir el lecho con Afrodita. El conocedor y cazador de la buena suerte le contesta sonriente, con la misma dignidad con que fue interrogado, que consentiría en ataduras tres veces más fuertes y con la presencia de todos los dioses y diosas por las delicias en los brazos de la áurea Afrodita (Odisea 8, 339 Y sigs.). El poeta nos presenta aquí a Apolo lo bastante crecido como para reprender a su pícaro hermano, pero, al contrario, se regocija con él. Lo mismo nos ocurre si somos capaces de la serenidad superior y nada frívola con la que un poeta ingenioso creó esta poesía. Pero por mucho que nos guste esta faz de Hermes, tiene un carácter que lo distingue llamativamente de todos los grandes olímpicos.


Precisamente, la manera en que lo hace aparecer extraño en la esfera de Zeus recuerda a las deidades de la remota antigüedad que mencionamos en el capítulo primero. Cronos y Prometeo se caracterizan por su astucia. Habilidad, agilidad y engaño son las artes con que han perpetrado sus grandes acciones. ¡Y qué parecido es Hermes a Perseo, con cuya imagen hemos concluido el corto resumen de los conceptos antiquísimos! Ambos tienen alas talares y la caperuza de la invisibilidad, ambos se sirven de la espada falciforme que el mito pone también en manos del viejo Cronos. Si no las alas talares, la caperuza de la invisibilidad es algo mágico. Se llama «caperuza de Hades», y, también en la Ilíada, Atenea se sirve de ella una vez, pero es característica de Hermes, lo que nos conduce hacia lo mágico de sus acciones. La magia que en la cosmovisión prehistórica desempeñó un papel importante se superó en la de Homero salvo algunas excepciones. Lo que resta de ella se relaciona casi enteramente con la figura de Hermes, quien no en vano pasó en épocas posteriores por archimago y patrón de la magia. En la Odisea muestra a Odiseo la hierba mágica que ha de contrarrestar las artes de Circe. Posee la vara mágica con la que adormece y despierta a los hombres. Como él mismo se hace invisible según su voluntad con la caperuza de Hades, su hijo Autólico tiene el don milagroso de transformar todo y hacerlo irreconocible. Su ser y apariencia están bajo el signo de la magia aunque ésta, como veremos más adelante, recibió una significación nueva y más ingeniosa en el mundo homérico.


Lo principal de Hermes se ve ya por su nombre, que indica una forma antiquísima de culto. De entre el montón de piedras donde se elevaba su columna junto al camino, alguien pasó y tiró piadosamente una sobre él. De allí viene su nombre, porque no cabe duda de que Hermes significa «el del montón de piedras». En esta estela, el falo es característico, aun en épocas posteriores, lo cual indica también un concepto muy arcaico. El poder procreativo no es, como demostraremos, la esencia de Hermes, pero conocemos la imagen fálica en la esfera de las deidades titánicas, que corresponde a una visión muy cruda de épocas arcaicas.


Así podemos continuar el bosquejo de la figura de Hermes hasta los límites de una era en que las formas de pensar y contemplar se superaron por el nuevo espíritu. Pero ¡qué distancia entre lo que allí adivinamos y el Hermes homérico con su esplendor e inagotable plétora!


*


¿Cuál es el concepto fundamental de la imagen de Hermes? De las esferas en que se suponen las acciones de Hermes se señalaron unas y otras como su reino original. Se trató de demostrar cómo su actividad y carácter se expandieron con el correr del tiempo hasta que se perfeccionó la imagen que nos es familiar. Para la ciencia de la religión es cosa segura que la figura de un dios -prescindiendo de la fuerza milagrosa con la que realiza todo- no posee una lógica y unidad necesarias, pues no se debió de revelar de una vez al pensamiento y a la contemplación como una totalidad, sino que se habrá enriquecido y agrandado en la medida en que cambió la condición de sus adoradores y crecieron sus necesidades. Esta opinión presupone una extraña insustancialidad de los conceptos divinos, que podría desvirtuarse con una sola mirada a una deidad griega. Su deficiencia se manifiesta especialmente en la figura de Hermes. Sentimos como si el ágil dios escapase siempre de esta burda interpretación. Su historia se podría empezar ya por la simpatía hacia la vida de manadas y pastores, ya por su poder procreativo o por su relación con los muertos. Es activo en todos estos dominios, pero no es el único, aunque sí de una manera particular, pues utiliza en todas las esferas de sus acciones un marcado tono de imperturbabilidad que basta contemplar una vez para no tener dudas acerca de su modo de ser. Así se reconoce la unidad de sus actitudes y el sentido de su figura. Lo que puede crear y producir manifiesta en todo la misma idea, y ella es Hermes.


A todos los dioses se les pide que nos den «el bien» y los alabamos como «los donantes del bien» (dothreVeawn, por ejemplo en Odisea 8, 325; véase Luciano, Prometeo s. Cauc. 18). Esta fórmula elogiosa se aplica especialmente a Hermes (Odisea 8, 335; Himno hom. 29, 8), que es el «más humanitario y rico en regalos» (Aristófanes, La paz 394). Pero ¿cómo obsequia? Para comprenderlo hemos de pensar en su vara mágica, que se llama crusorrapiV en Homero, «la milagrosa vara de la felicidad y riqueza, de tres hojas áureas, protección contra cualquier perjuicio» (Himno hom. 529).


De él provienen las ganancias, calculadas prudentemente o enteramente inesperadas, con preferencia estas últimas, que ayudan a caracterizarlo. Todo aquel que encuentra algo precioso en el camino o hereda una fortuna da las gracias a Hermes; como es sabido, todo lo que se llama «encontrado» se considera regalo de Hermes (ermaion); y la palabra alada de la codicia dice: «Hermes común» (koinoV ErmhV). Antes de recibir el regalo de este dios, frecuentemente hay que esforzarse, pero al final es siempre un hallazgo afortunado. Por ejemplo: el coro de las Euménides (Esquilo 945) desea rica abundancia de Hermes para la explotación minera al excavar nuevos pozos, a él se confía el mercader, de él vienen el arte del cálculo astuto y la oportunidad, sin la cual toda habilidad queda frustrada. Como genuino dios del comercio sostiene en imágenes posteriores la bolsa llena en la mano.


El momento oportuno y el provecho ventajoso alcanzan tanta importancia en él que los ladrones pueden considerarse sus especiales protegidos.


«También él, el más ágil,
a ladrones y bribones,
a todos que buscan ventaja,
es genio siempre favorable,
esto prueba en seguida
por artes habilísimas.»
(Goethe, Fausto II)


Siendo todavía un lactante se mostró maestro del arte de ladronear cuando supo robar las vacas de su hermano Apolo y engañar al perseguidor, según se narra con agradable ampulosidad en el Himno homérico (véase también Sófocles, Ichneutai, y Reinhardt, Sophokles 240 y sigs.). Se dice también que escamoteó arco y carcaj a Apolo en el justo momento en que éste lo amenazaba por el robo (véase Horacio, Carm. 1, 10, 11 después de Alceo). Jugadas similares, que Goethe incluyó también en la canción mencionada, fueron posteriormente agregadas. En el Himno abundan calificativos para elogiar la ingeniosidad, la astucia y el engaño, connotaciones que también aparecen en el culto. Posiblemente a estos conceptos pertenece la palabra homérica eriounhV o eriounoV, que por lo menos se concibió así desde tiempos antiguos. En la epopeya homérica Hermes pasa por el ladrón magistral: citamos otra vez la Ilíada, donde los dioses pensaron hacerle retirar clandestinamente el cuerpo de Héctor. De esta manera liberó una vez a Ares de la cautividad (Ilíada 5, 390). Ya hemos mencionado a su hijo Autólico, el archiladrón: hacía invisible lo que tocaban sus manos (Hesíodo, fragmento 112 Rzach). De su otro hijo Mírtilo hablaremos más adelante. En el Himno homérico Apolo dice al pequeño Hermes que lo creía capaz de irrumpir en casas ricas de noche actuando tan silenciosamente que el dueño quedaba mendigo en un instante (282 y sigs.). Así, es el auténtico patrón de todo latrocinio, sea que se perpetre por héroes en gran escala o por pobres diablos. «Señor de la gente que actúa en la oscuridad), lo denomina el Reso de Eurípides (216 y sig.). «Compañero de los ladrones» lo llama Hiponacte (fragmento 1), y en el Himno homérico está planeando algo «como hacen los ladrones en la negra noche» (66). De él se puede aprender a jurar en falso con la más convincente expresión cuando el momento lo exige; lo atestigua, siendo un lactante, el juramento hecho a su hermano Apolo para liberarse de la sospecha del robo de las vacas (Himno hom. 274). Y Autólico, favorito de Hermes, aventajó a todos los hombres en las artes del robo y del perjurio.


Pues éste es «el bien» a su modo. Varios dioses se llaman expresamente «dadores de lo agradable» (caridwteV), por ejemplo Dioniso y Afrodita. También Hermes recibe este epíteto. Pero con un sentido distinto como lo muestra la fiesta de Hermes Karidotes en Samos: allí estaban permitidos el robo y el despojo (véase Plutarco, Quaest. gr. 55). Hermes protege la picardía manifiesta, cualquier astucia y perfidia, aun los lamentables artificios de la mujer ante los cuales cae hasta el hombre prudente. Cuando los dioses dotaron y adornaron a la mujer que iba a perder a los mortales, fue Hermes el que puso en su corazón «mentiras, palabras seductoras y genio astuto» (Hesíodo, Trab. 77 y sig.). Don de Hermes es todo lo que le toca al mortal por suerte y sin responsabilidad. Es el dios de la ganancia alegre y sin escrúpulo. Aunque con esa nueva cualidad ya estamos tocando su contrario: ganar y perder tienen el mismo origen. Donde uno se hace rico en un instante, otro queda mendigo. El dios misterioso que conduce al necesitado, de repente, hacia un tesoro hace desaparecer la propiedad con la misma rapidez.


*


Peligro y protección, susto y alivio, certeza y error, todo comprende la noche. Le pertenece lo raro y extraño, lo que aparece súbitamente no sujeto a espacio y tiempo. A quien favorece lo conduce propiciamente hacia el gran hallazgo, sin que se dé cuenta. Es la misma para todos los que necesitan su protección, a todos se ofrece y les deja probar fortuna.


El mundo de Hermes es igual, con su esfera alta y baja. En ambas, la oportunidad, el favor del momento, la buena suerte en el camino tienen preponderancia; las virtudes más elevadas son la agilidad, el ingenio y la presencia de ánimo; la meta es el tesoro que resplandece instantáneamente.


¡Qué amplia era la mirada que abarcó este mundo, qué vivo el ojo que vio su forma como la de un dios y podía reconocer la profundidad de lo divino aun en la picardía y en la irresponsabilidad! Lo que anima y domina a Hermes es un mundo en el pleno sentido de la palabra, completo, no una fracción del conjunto entero de la existencia. Todas las cosas le pertenecen, pero aparecen con una luz distinta de la que tienen los reinos de otros dioses. Lo que acontece baja volando del cielo sin obligaciones: lo que se hace es una obra magistral y el goce es sin responsabilidad. Quien quiera este mundo de ganancias y el favor de su dios, Hermes, tiene que conformarse también con las pérdidas; una cosa no existe sin la otra.





 

 

 

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