Sobre la naturaleza, instrucción y función platónicas de un filósofo

Marsilio Ficino


(Extraído de The Letters of Marsilio Ficino, vol. III.
Editorial Shepheard-Walwyn, Londres, 1981
)



Marsilio Ficino a Giovanni Francesco Ippoliti, el distinguido Conde de Gazzoldo.


Hace mucho tiempo redacté una carta bastante larga para Bernardo Bembo de Venecia en alabanza de la filosofía, y posteriormente, también algo acerca del mismo tema para el distinguido orador Marco Aurelio. Lo que queda pendiente por mi parte, parece, es escribir alguna cosa sobre la naturaleza, instrucción y función platónicas de un filósofo a fin de que se revele con mayor claridad de qué manera el precioso tesoro de la filosofía puede ser redescubierto más fácilmente por nosotros, y una vez hallado, por medio de qué principio puede ser lícitamente poseído y distribuido.


Puesto que la filosofía es definida por todos los hombres como el amor a la sabiduría (su mismo nombre, introducido por Pitágoras, lo confirma) y la sabiduría es la contemplación de lo divino, resulta que el propósito de la filosofía es, ciertamente, el conocimiento de lo divino. Esto es lo que testifica nuestro Platón en el séptimo libro de La República, donde dice que la verdadera filosofía es el ascenso desde las cosas que fluyen, se elevan y caen hasta aquéllas que son verdaderamente y se mantienen siempre iguales. Por consiguiente, la filosofía tiene tantas partes y poderes auxiliares como escalones por medio de los cuales se asciende del nivel más bajo al más alto. Estos peldaños están determinados en parte por la naturaleza, y en parte, por la diligencia de los hombres, pues como Platón enseña en el sexto libro de La República, quienquiera que haya de convertirse en un filósofo debe estar dotado por la Naturaleza de tal modo que, en primer lugar, desee y esté preparado para emprender todo tipo de disciplinas; a continuación, sea veraz por naturaleza y completamente opuesto a toda falsedad; y en tercer lugar, habiendo desdeñado todo lo que está sujeto a corrupción, dirija su entendimiento hacia aquello que permanece siempre igual. Ha de ser magnánimo y valiente, de modo que ni tema a la muerte ni anhele la gloria vacía; y por encima de ello, debe haber nacido con un temperamento lo bastante ecuánime y recibir de la naturaleza ya controladas aquellas partes de la inteligencia que suelen ser arrebatadas por los sentimientos, puesto que quien aspira a la verdad dirige su entendimiento a la contemplación de lo divino y concede poco valor a los placeres del cuerpo. Además, un filósofo debe tener una mentalidad liberal, siendo el aprecio de las cosas sin valor algo ciertamente opuesto a ello y totalmente contrario al camino de un hombre que pretende contemplar la verdad de las cosas. Su voluntad elige la justicia, ya que está completamente dedicado a la verdad, la moderación y la liberalidad. Pero lo que parece que un filósofo necesita más que ninguna otra cosa es una aguda perspicacia, memoria y magnanimidad.


Es más, estos tres regalos de la naturaleza -la perspicacia aguda, la memoria y la magnanimidad-, si se les añade disciplina y una educación adecuada, producen un hombre perfecto en la virtud; pero si se les descuida, dice Platón que causan los más grandes crímenes. Por consiguiente, el hombre debe conceder la mayor atención a dicho carácter, de manera que aquél que esté modelado de este modo por la Naturaleza aprenda letras, los elementos de todo conocimiento, desde su niñez. Es claro que la mente desordenada de una persona así puede ser ordenada con el uso de la lira, y el cuerpo debe ser ejercitado con juegos gimnásticos de manera que, adquiriendo una buena condición, preste servicio a los estudios de filosofía. Mientras tanto debe oír los preceptos de las mejores leyes y fijarlos en su mente. Así, la inteligencia del hombre joven debe ser formada por un ánimo honesto para que se vuelva templada y pacífica. Los hombres llaman Etica a esta educación moral.


En verdad, cuando la mente se libera de la molestia del deseo a través de los medios de que hemos hablado ya ha empezado a desatarse del cuerpo; en ese momento hay que aportarle el conocimiento de las matemáticas, lo que incluye el número, las figuras planas y las formas enteras, así como sus múltiples movimientos. Dado que los números, las figuras y los principios del movimiento pertenecen a la facultad del pensamiento más que a los sentidos exteriores, la inteligencia, a través de su estudio, se separa no sólo de los apetitos del cuerpo sino también de los sentidos, y se aplica a la reflexión interior. Esto es, en verdad, meditar sobre la muerte, lo cual, escribe Platón en el Fedón, es la labor del que practica la filosofía. Por medio de ello somos devueltos a la semejanza de Dios, tal como se enseña en el Fedro y el Teeteto.


Ahora bien, según los platonistas, en la comprensión cabal de estas cosas existe el siguiente orden: la Geometría sigue a la Aritmética; la Estereotomía, a la Geometría; la Astronomía sigue a lo anterior; y la Música, por último, sigue a la Astronomía, ya que los números son antes que las figuras, las figuras planas antes que las formas enteras y los cuerpos son [formas] enteras antes de ser puestos en movimiento. El orden y las proporciones de los sonidos siguen al movimiento. Por lo tanto, que sea la Aritmética, la cual concierne al número, la que venga primero; que le siga la Geometría, que trata con las figuras planas; y que continúe la Estereotomía, que toma en consideración a los cuerpos enteros. Que ocupe el cuarto lugar la Astronomía, que levanta la mirada hacia los movimientos de los cuerpos enteros, es decir, a los movimientos de las esferas; y que sea la Música, que investiga el orden de los sonidos nacidos del movimiento, la última.


Cuando todo esto ha sido comprendido cabalmente, Platón introduce la dialéctica, es decir, el conocimiento de cómo la verdad se hace manifiesta. Para Platón, la dialéctica no es solamente aquella lógica que enseña las primeras y más detalladas reglas de razonamiento, sino también la destreza profunda de la mente liberada para comprender la sustancia verdadera y pura de cada cosa, primeramente a través de principios físicos y luego por medio de principios metafísicos. De este modo se puede conocer la razón de cualquier cosa, la luz de la inteligencia puede ser percibida finalmente más allá de la naturaleza de los sentidos y los cuerpos, y pueden comprenderse las formas incorpóreas de las cosas a las que denominamos ideas. Por medio de éstas, la propia fuente única de las especies, origen y luz de las inteligencias y las almas y principio y fin de todo, a la cual Platón llama el bien en sí mismo, puede ser comprendida interiormente. Su contemplación es la sabiduría, y la filosofía es la mejor definición del amor hacia ello.


Ciertamente, cuando la inteligencia de un hombre que practica la filosofía ha contemplado al bien en sí mismo y juzga a partir de ello qué cosas son buenas en los asuntos humanos, cuáles son malas y cuáles son honorables o deshonrosas, útiles o perjudiciales, organiza los asuntos humanos como un modelo del bien en sí mismo, alejándolos del mal y dirigiéndolos al bien. Gestiona los asuntos personales, familiares y públicos con esa sabia gobernación y enseña las leyes y principios del buen gobierno. Las leyes tienen su fundamento en ello.


Por esta razón, Platón afirma en el Timeo que la filosofía es un regalo de Dios y que nada más excelente que ella nos ha sido dado jamás por Dios, ya que el bien en sí mismo, que es Dios, no podría otorgar a un hombre nada mejor que una completa semejanza a su propia divinidad lo más cercana posible a ella. Ciertamente, ¿quién dudaría de que Dios es la verdad no confinada por el cuerpo y que proporciona el sustento a todo? Mas el filósofo, por la instrucción moral y la educación temprana de que hemos hablado, libera su inteligencia del deseo y el sentido del cuerpo, alcanza la verdad a través de la dialéctica y provee a los hombres instruyéndolos en la ciudadanía. Así pues, la filosofía resulta ser un regalo, una semejanza y una imitación de Dios, la más feliz de todas. Si alguien está dotado de filosofía, por su semejanza a Dios, será igual en la tierra a Aquél que es Dios en el cielo, ya que el filósofo es el intermediario entre Dios y los hombres; para Dios es un hombre y para los hombres es Dios. Por su veracidad, es amigo de Dios; por su libertad, se posee a sí mismo; y por su conocimiento, es un guía de todos los demás hombres. Se dice ciertamente que la edad de oro existió gracias a un regente así, y Platón profetizó que ella retornará sólo cuando el poder y la sabiduría vuelvan unidos en la misma inteligencia.


Según Platón, las inteligencias de aquellos que practican la filosofía, habiendo recuperado sus alas por medio de la sabiduría y la justicia, vuelan de regreso al reino de los cielos tan pronto como abandonan su cuerpo. En el cielo cumplen las mismas tareas que en la tierra. Unidas unas con las otras en libertad, dan gracias, velan por los hombres sumisamente, y como intérpretes de Dios y profetas, completan allí lo que han puesto en movimiento aquí. Dirigen los entendimientos de los hombres hacia Dios, y aclaran los misterios secretos de Dios a las inteligencias humanas. Por eso los antiguos teólogos veneraban justamente las inteligencias de aquellos que practicaban la filosofía en cuanto quedaban liberadas del cuerpo, al igual que honoraban las treinta mil divinidades de Hesíodo como semidioses, héroes y espíritus benditos.


Así, la filosofía, para expresarlo en pocas palabras, es el ascenso de la inteligencia desde las regiones más bajas hasta las más altas, y desde la oscuridad hasta la luz. Su origen es un impulso de la mente divina, sus pasos intermedios son las facultades y las disciplinas que hemos descrito, y su fin es la posesión del bien supremo. Por último, su fruto es el gobierno recto de los hombres.


He comunicado estas cuestiones a nuestro Francesco Berlinghieri como filósofo amigo. También las comunicarás tú, por la misma razón, a nuestro Giuliano Burgo.

 



 

 

 

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