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Dioniso: algarabía y silencio
Walter F. Otto
(Extraído de Dioniso. Mito y Culto, de Walter F. Otto.
Ediciones Siruela, Madrid, 1997)

El fiero espíritu de lo monstruoso, del que se burla de todo orden y toda norma, se revela ya en el primer elemento que acompaña al dios próximo, presente. Se trata del ruido y de su contrapartida: el silencio mortal.
El estampido con que irrumpe su divino cortejo y el propio Dioniso, el ruido que desencadena el enjambre humano tocado por su espíritu, es un auténtico símbolo del advenimiento de los espíritus. Con el terror, que es al tiempo fascinación, con la excitación, que asemeja parálisis, con la exaltación de las percepciones comunes y naturales de los sentidos, lo monstruoso irrumpe de pronto en la existencia. Y en la exaltación última, un profundo silencio resuena en ese estruendo enloquecido.
También la aparición de otras deidades se acompañan de un terrible bullicio. Son las que por su naturaleza se asemejan a Dioniso y cuyo culto y mito están vinculados al suyo: ante todo Artemis, que en Homero es llamada «la ruidosa» (Keladeinh), y Deméter, la gran madre. Pero ninguna de ellas encuentra tanto placer en la embriagadora algarabía como Dioniso.
Ya sus epítetos lo caracterizan como el dios de la insania más furibunda. Se le llama «el del trueno», Bromio, apodo que al principio se empleaba como nombre cabal del dios. Como Dioniso eribromoV se presenta a sí mismo en un himno homérico. «El ruido (bromoV) llenó el bosque», cuando el dios apenas adulto lo cruzaba con su escolta. Es «el que profiere gritos». Debido a los terribles gritos rituales (euoi) es llamado él mismo EuioV, y las mujeres de su cortejo, EuadeV. Lo acompañan atronadores y chirriantes instrumentos, los vemos a menudo en sus retratos. Toda una serie de narraciones y descripciones míticas nos representan con enorme vivacidad el sobrecogedor espíritu del fragor dionisíaco, que irrumpe provocando espanto y admiración. Las hijas de Minias, que se resisten al dios y deciden permanecer fieles a sus domésticos deberes, se ven sobresaltadas de pronto por invisibles tambores, flautas y címbalos, y ven cubrirse milagrosamente sus telares de hiedra dionisíaca. Al ser apresado por los piratas tirrenos, Dioniso transforma el mástil y los remos en serpientes; un eco de flautas llena el espacio, y todo es recubierto por la hiedra. Su propio vehículo se ve siempre atronado por la algarabía báquica, según describe Filóstrato; de su parte externa cuelgan bronces que retumban, para que el dios no avance en silencio ni siquiera durante el sueño beodo de sus sátiros. También las huestes del guerrero Dioniso avanzan, para asombro de los indios, entre el eco de flautas, tambores, cuernos y atronadores bronces.
Pero el fragor infernal que anuncia y acompaña al dios revela su naturaleza fantasmagórica sobre todo por aquello en lo que desemboca repentinamente: un silencio mortal. El ebrio estampido y el pétreo silencio son sólo dos formas diversas de lo que carece de nombre, de lo que supera el entendimiento. La Ménade, cuyo agudo grito nos parece haber oído, nos asusta por su petrificada mirada, en la que se refleja lo monstruoso, lo que la ha enloquecido. Así la vemos en las antiguas imágenes de vasos, y donde resulta más impresionante es en la famosa copa de Múnich (Nr. 2645): sus ojos miran furibundos; en torno a sus cabellos, que revolotean al viento, se enrosca una serpiente, que se alza sobre su frente sacando la lengua. En ésta y parecidas imágenes, la silente se agita febril, con la cabeza caída a un lado. Pero también puede vérsela erguida, en silencioso recogimiento, cual estatua de piedra. Así la ve Horacio: «cuando
en la noche se asombra en las cumbres, mientras contempla, abajo, la corriente del Hebro y los parajes tracios cubiertos de nieve». La bacante que observa inmóvil debía de constituir una imagen familiar. En ella piensa Catulo en su relato sobre Ariadna abandonada, que desde el cañaveral de la orilla ve partir a su infiel amante, los ojos anegados en lágrimas, «viva imagen de una Ménade». Sí, ese siniestro silencio se cita expresamente como una característica propia de las mujeres poseídas por Dioniso: de personalidades siniestras y silenciosas se decía que su comportamiento asemejaba el de las bacantes, porque lo propio de éstas es callar.
En sus Edonos, Esquilo traza un retrato del salvaje tumulto de la orgía tracia, definiendo el son de la flauta como el concitador de tal frenesí. La presencia del dios frenético era sentida y escuchada, tal se colige con claridad de los versos de los que más adelante nos ocuparemos. En el retumbar de los tonos, notas y gritos habita la locura, y también habita en el silencio. De aquélla se deriva el nombre con que se designa a las mujeres que siguen a Dioniso, las Ménades. Atrapadas por ella, avanzan presurosas, giran furibundas en círculos, o permanecen inmóviles, petrificadas.
El mundo encantado
¿Cuál es el motivo de tan increíble excitación, y de ese profundo recogimiento? ¿Qué anuncia ese bullicio que aturde los sentidos?
El mundo familiar en el que los hombres se habían instalado, seguros y cómodos, ya no está ahí. El alboroto de la llegada dionisíaca lo ha barrido. Todo se ha transformado. Pero no en un cuento amable, en un paraíso de infantil ingenuidad. Surge el mundo ancestral, las honduras del
Ser se han abierto, las formas primigenias de todo lo creativo y destructor con sus infinitos dones y sus terrores infinitos se alzan trastocando la inocua imagen del mundo familiar perfectamente ordenado. No traen ensueño ni engaño, traen la verdad... una verdad que enloquece.
La forma que adopta esta verdad, saludada con gritos de júbilo, es el demencial y avasallador torrente de la vida, que surge de maternales profundidades. En el mito y en las vivencias de los ánimos trastornados ante la presencia de Dioniso bullen cercanas y ensordecedoras fuentes que manan de la tierra. Las rocas se abren y fluyen los riachuelos. Todo lo cerrado se abre. Lo ajeno y lo hostil conviven en sorprendente armonía. Las normas ancestrales pierden de pronto su razón de ser, e incluso las medidas de espacio y tiempo pierden validez.
El tumulto comienza ya -en el ámbito de lo mítico- con la aparición del dios en el mundo. En el momento de su nacimiento los inmortales se pusieron a bailar, así se dice en uno de los himnos de Filodamo de Escarfea dedicados a Delfos hacia la mitad del siglo IV. La propia Sémele habría experimentado durante su embarazo un deseo irrefrenable de bailar: cada vez que oía una flauta tenía que bailar, y el niño en su seno bailaba con ella.
«El suelo está anegado de leche, que mana, de vino, de néctar de abejas, y en el aire vibra una brisa como de incienso sirio.» Las Bacantes de Eurípides nos ofrecen la imagen más vívida del maravilloso estado en el que, como dice Platón en su Ion, las arrebatadas recogen leche y miel de los ríos. Golpean con los tirsos las rocas, y de pronto surge el agua clara. Tocan con ellos la tierra, y se abre un surtidor de vino. Si apetecen leche, arañan el suelo con las uñas y recogen el blanco bebedizo. De la madera de hiedra del tirso gotea la miel. Se ciñen con serpientes y se ponen las cabritillas y los lobos al pecho como si fueran niños. El fuego no les quema, ningún arma de hierro es capaz de herirlas, y las serpientes lamen mansas el sudor que brota de sus acaloradas mejillas. Toros bravos inclinan la testuz bajo las manos de innumerables mujeres, y, aunando fuerzas, éstas son capaces de arrancar de cuajo árboles enormes. Del barco de los piratas que conducen a Dioniso mana de pronto el vino, vides cargadas de uvas henchidas se enroscan en las velas, la hiedra rodea el mástil y de los remos penden coronas. También a las hijas de Minias varios prodigios de esta naturaleza les anuncian la cercanía del dios: el telar en el que trabajan se ve repentinamente cubierto de hiedra y sarmientos, y del techo de la estancia gotea el vino y la leche.
El mismo milagro que despierta torrentes en la roca dura y rígida hace estallar las ataduras, derrumba muros y abre las ancestrales fronteras que ocultan lo lejano y el futuro al espíritu del hombre. Y es que Dioniso recibe también el expresivo nombre de «el que relaja» o «el liberador» (LusioV, LuaioV). En las Bacantes de Eurípides, las Ménades apresadas por orden del rey son súbitamente liberadas: las cuerdas cayeron solas al suelo y, sin que mano alguna las tocara, se abrieron las puertas que las mantenían confinadas. Así se dice también que fueron liberadas las Ménades atrapadas por Licurgo. Pero aún más asombrosa que la liberación de las mujeres es la superioridad con la que el propio Dioniso se burla del obcecado que pretende reducirle y que de pronto ve de nuevo a su prisionero ante sí, libre de sus ataduras.
La revelación de lo invisible y lo futuro es también apertura de lo cerrado. El propio Dioniso «es un profeta y el tumulto báquico está lleno de espíritu profético». Más adelante se hablará de la sede de los oráculos. Plutarco afirma en términos genéricos que antiguamente se atribuía a Dioniso un papel preponderante en las artes adivinatorias. Según el mito, ya la Sémele preñada de Dioniso llevaba en su ser el hálito divino y, como ella, todas las mujeres que tocaban su vientre bendecido.
Pero también las fiestas rituales públicas eran testigos de la magnificencia de este mundo trastocado. En muchos lugares, la epifanía de Dioniso iba acompañada del disfrute de interminables torrentes de vino, y las vides florecían y maduraban en un mismo día. En la isla de Teos se aducía como prueba de que Dioniso había nacido allí el asombroso hecho de que periódicamente, y coincidiendo con su festividad, un maravilloso vino oloroso manaba de la tierra. En la Élide, el milagro se vio confirmado por varios testigos: con ocasión de la fiesta que llevaba el nombre de Tía y que se celebraba en un lugar situado a ocho estadios de la ciudad, se colocaban en presencia de los ciudadanos y de los forasteros casualmente presentes tres cuencos vacíos en una estancia que más tarde se cerraba y sellaba, y todo aquel que lo deseara estaba autorizado a imprimir su sello en la puerta. Al día siguiente, los sellos estaban incólumes, pero quien penetrara en el recinto encontraba los tres cuencos llenos de vino. Pausanias, que no tuvo ocasión de asistir a las fiestas, asegura que ciudadanos y forasteros prestaron juramento sobre la veracidad de su relato. Un milagro similar se cuenta de la isla de Andros, mencionándose incluso la fecha de la fiesta en la que solía suceder. El cinco de enero, tal refiere Muciano, en Plinio, manaba allí el vino en el templo de Dioniso, y seguía haciéndolo siete días seguidos. Si se recogía, se convertía en agua en cuanto su portador se alejaba del santuario. Pausanias, que narra este mismo acontecimiento, añade que la fiesta sólo se celebraba cada dos años, es decir, que pertenecía a la categoría de las fiestas «trietéricas». Sin duda hemos de reconocer aquí una de las fiestas epifánicas invernales más relevantes de Dioniso, que nos permite apreciar la clase de milagros que acompañaban la irrupción del dios.
En Naxos, el vino manaba de una fuente, y este milagro, del que habla Propercio en su himno al dios, debió de producirse por primera vez con ocasión de la boda de Dioniso con Ariadna.
Lo más sorprendente, sin embargo, eran las llamadas «vides de un día» (ejhmeroi ampeloi) que florecían y maduraban en el transcurso de pocas horas coincidiendo con la celebración de la epifanía del dios. Destaca en particular la magnífica vid del Parnaso, a la que las mujeres ofrecían en invierno sus salvajes danzas a Dioniso tras despertar al niño divino en
la cuna. La importancia que reviste en Delfos queda patente en un canto coral recogido en Las Fenicias de Euripides que ensalza la cima doble iluminada por el fuego de la fiesta báquica y la vid «que diariamente nos ofrece la jugosa uva carnosa». Tal como refiere Sófocles en su Tiestes, en Eubea se veía verdear la vid a primeras horas de la mañana, a mediodía se formaba ya la uva, cada vez más oscura y pesada, y por la tarde ya se podía cortar el fruto maduro y preparar el vino. Por los escolios a la Ilíada sabemos que otro tanto ocurría en Egas, en la fiesta anual consagrada a Dioniso, mientras las iniciadas realizaban los ritos (drgiazouswn twn mustidwn gunaikwn). Euforión refiere por último la celebración de una fiesta dionisiaca en la Egas egea, donde durante los bailes rituales del coro podían verse florecer y madurar las sagradas vides, de modo que por la noche ya se extraía de ellas vino en abundancia.
No cabe despachar este milagro, al que se daba crédito, y que Sófocles y Eurípides avalaron, tachándolo de mera superchería. Para los creyentes era un signo verdadero que anunciaba la llegada del dios a su fiesta. ¿Acaso no se mostraba en Eleusis, en el momento culminante del
culto, una espiga de grano recién cosechada? Las suposiciones que recientemente se han expresado sobre el caso son totalmente insatisfactorias. Foucart, quien, como la mayoría de los investigadores actuales, no refiere las palabras en siwph en Hipólito a teJerismenon stacun, lo que sería lo más natural, sino a lo que les precede, dice con razón que lo que habría que entender en el otro caso sería que la espiga habría sido cortada en silencio ante los ojos de los iniciados, para enseñársela a continuación. Y, así, sin duda, debió de ocurrir. La espiga que crece milagrosamente casa tan bien con los misterios de Deméter como la prodigiosa vid con los de Dioniso, Y no sorprende oír que durante la ejecución de las llamadas danzas solares de los navajos americanos, junto con otras muchas ofrendas, éstos asisten al milagro de una planta que verdea, florece y madura sus frutos entre la medianoche y la salida del sol.
Pero aun cuando no aparece súbitamente de un modo tan sorprendente, el vino nace al mundo como un milagro. Y, así, es saludado y degustado en el transcurso de las Antesterias mientras Dioniso entra con su cortejo en la ciudad. Las imágenes de los vasos nos muestran con toda claridad con qué disposición de ánimo se festejaba al dios y se aceptaba su milagrosa dádiva. Antes de que los ciudadanos lo bebieran, el propio Dioniso, presente en la máscara, mezclaba con su propia mano el vino y lo ofrecía. Una sacerdotisa, tal vez la misma esposa del arconte basileo, parece haberse aprestado a mezclar el vino, y las catorce gerarai ante las que debía prestar juramento sin duda le servían de ayudantes en dicha tarea. Ellas vertían el vino en las jarras de los asistentes que aguardaban en fila, tras lo cual comenzaba, a golpe de trompeta, la famosa competición de los bebedores con la que la masa festejaba conjuntamente al dios de la embriaguez. Por último, cada cual acercaba su corona a la jarra, entregaba en el santuario de Dioniso la corona a la sacerdotisa que había mezclado el vino, y ofrecía al dios el resto que quedaba en la jarra. Los dibujos de los vasos que ha compilado Frickenhaus muestran la mezcla y la cata primera del vino ante la máscara de Dioniso, y de nuevo son mujeres, llamémoslas como sea, las que rinden honores al dios recién aparecido. Si no acompañan al propio dios o se ocupan directamente del sagrado oficio de escanciadoras, se encuentran visiblemente excitadas, excitación que en ciertas reproducciones alcanza las conocidas formas de la furia menádica. No podemos determinar con exactitud qué actitudes se correspondían con las costumbres del ritual. Las imágenes del frenesí dionisiaco, que pertenecen naturalmente a los bosques montañosos, sin duda no se darían con esa intensidad en los santuarios consagrados a Dioniso durante las fiestas de las Antesterias. Sin duda, los artistas han mezclado en ellas rasgos mitológicos. Pero esto no es, desde luego, nada nuevo. Las mujeres que servían al dios representan el séquito divino del que habla el mito, y los pintores no carecían de razón cuando, al reproducirlas, confundían la realidad con el mito. Estas imágenes expresan vivamente y nos hacen llegar los sentimientos con los que se recibía al dios. El, que se aparecía ante los hombres con el embriagador bebedizo madurado, era el mismo dios furibundo cuyo espíritu arrastraba a la locura a las mujeres recluidas en la soledad de la montaña.
En el vino habita algo del espíritu de la infinitud que nos devuelve la imagen de lo primigenio. Por ello resulta tanto más significativo que en ese mundo trastocado, y ante los ojos de las bailarinas arrebatadas por la presencia de Dioniso, que juegan con los elementos, no sólo manen de la tierra la leche y la miel, sino ríos de vino.
Mas ellas mismas están tan fuera de sí que su maternidad no conoce ya límites y llegan a ponerse al pecho a las crías de las fieras salvajes. Son madres y nodrizas, como las ayas de Dioniso de las que habla el mito, las que escoltan al dios criado en los bosques y lo acompañan en sus viajes. En muchas obras vemos a estas divinas «nodrizas» (Diwnusoio tiqhwai) recibiendo al niño de manos de Zeus o de su mensajero, Hermes. Pero también crían a otros muchachos, en calidad de madres, o amas de cría, pues «algunas de las ninfas con las que Dioniso gusta de jugar en las montañas, le alegran inesperadamente con un niñito». En las Bacantes de Eurípides, las Ménades roban niños pequeños de las casas; en Nono, que amplía la escena euripidea, la ladrona acerca al infante secuestrado su pecho. Y luego, en los bosques donde habitan como salvajes con otras fieras, alimentan a este niño como si fuera el suyo. «Las jóvenes madres que dejaban a sus hijos en casa sostenían entre sus brazos cervatillos o lobeznos, y los amamantaban con su blanca leche», tal refiere el mensajero en la tragedia de Eurípides. El poema de Nono habla incluso de crías de leones, y la imagen de la Ménade que amamanta a un animal salvaje es un motivo corriente en muchas obras de arte.

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